Nada más dulce y espontáneo que me llegó al corazón.
Rectifiqué enseguida y volví a poner esos besos en su lugar, donde no quisiera que se borren jamás, en los cachetes de mi chico Nico.
Suele pasar que al regresar del trabajo, aún maquillada, quedan las huellas de mi saludo en esos cachetitos suaves, y para que no parezca golpe o cosa parecida, no hago otra cosa que pasar la mano por encima tratando de quitar los restos de lápiz labial. No fue la primera ocasión en que lo hice, pero esta vez que hubo reclamo, ese reclamo que me sonó a poema convertido en melodía.
No me importa si mi pequeño se asemeja a un payaso, total que a él le encanta ir de carita pintada, a veces de super héroe, a veces de personaje de videojuego, a veces de feroz y salvaje animal; un par de pintados besos le sientan de maravilla, y a mí mucho más.
Al menos en la mañana cuando paso dejando a mis chicos en el colegio, aún no llevo mejunjes encima y puedo despedirme a besos sin temor de poner colores innecesarios en unas sonrosadas caritas que ya tienen unas vetas blancas gracias al protector solar.
Y me acuerdo de una compañera que tiene hijos adolescentes, de esos a quienes les resultan incómodos los besos de la mamá, que hasta piden que les dejen a unas cuadras de distancia para evitarse la pena de llevar tan incómoda compañía frente a sus amigos.
Y pienso que sería divertido poner de pasada y como al descuido, unos besos en esos hijos adolescentes que, una vez que les pase la edad porque no les va a durar mucho, van a extrañar ese cariño maternal.
Mientras tanto aprovecharé poniendo un par de besos en los cachetes de mi chico Nico.
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