Hace unos pocos años rescaté a dos pequeños compañeros de juegos de mi infancia, los saqué de un costal, ni más ni menos, estaban listos para ser olvidados para siempre.
¡Vaya que se les toma
cariño a cosas sin sentimientos! Yo que me desolaba cuando mis chicos abrazaban
más a sus peluches que a mí.
Y sí, no es muy lógico pero se llega a querer a las cosas
que le acompañan a uno en su trajinar diario, ahora me doy cuenta que unos son
relegados mientras son reemplazados por otros, el apego solo ha cambiado de aspecto.
Pero vuelvo al inicio y lo que recuperé dejé instalado en
una estantería algo lejana donde, luego de los años, esos juguetes queridos se
llenaron de polvo y olvido, hasta que de pronto, no sé cuándo ni con qué
impulso unos brillantes y hermosos ojos castaños se han tornado a ellos con
mucha curiosidad.
Y llegó el rescate, el verdadero, ese que me hizo volver a
coser un vestido nuevo –que falta le hacía- a esa muñequita que me acompañó de
niña y que ahora parece haberse llenado de alegría al tener una nueva amiga,
una que acaricia su cabello y le mira con dulzura, y la convierte otra vez en
compañera de juegos y de sueños.
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