

Quedó feliz mi enana con su disfraz de pero, no cabía en sí del gusto que daba saltos, trataba de mover la colita, al menos hizo lo que pudo y sacaba la lengua como el perrito que estaba en su cabeza.
Se miraba y remiraba al espejo, como si esta nueva condición fuera extraordinaria. Me hubiera gustado entrar en su pequeña mente para apreciar en su totalidad esa sintonía interna con el personaje.
Y llegó la noche, y seguía contentísima diciendo "soy un perro". Y la hora de dormir, y antes, de ponerse la pijama, algo que se volvió por demás imposible frente a tanto lamento y aferro al disfraz de perro. No quedó más remedio que dejarla dormir con todo, lo bueno es que el ambiente estaba más o menos frío y así pude evitar que se acalore con sus segundas orejas, lengua y ojos.
La odisea de quitarle el trajecito fue al día siguiente, porque de baño diario no se libra. No quedó más que ocultarle el disfraz, pero hace un par de días vio una de las fotos que tomé de ese memorable momento y volvió a sentirse perrito, así se fue a la escuelita. apenas llegó mostró orgullosa su nueva personalidad al primer niño que apareció. Me acordaba del niño que permaneció de "Flash" en casi toda la película de "La guardería de papá" de Eddie Murphy.
Lo bueno esta vez fue que el traje terminó tan sucio que no hubo reparo en sacárselo.
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